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Misael Galán y Gerardo Higinio eran dos mineros muy jóvenes que llegaron a Vetagrande, cuna de la minería en el estado de Zacatecas, al centro norte de México, buscando una oportunidad para trabajar y salir adelante en la década de los años 1800.
Ambos comenzaron su exploración en dicha tierra cargada de recursos y riquezas minerales, hasta que hallaron una cueva misteriosa que llamo su atención. Una vez adentro de la cueva, saltó a la vista una roca dorada enorme y brillante, resplandeciente.
Parecía que aquella piedra estaba bañada en oro. Misael y Gerardo no lo dudaron y de inmediato llegaron a un acuerdo: vigilar la piedra toda la noche y sin descanso, sentados alrededor de ella, para llevarla a casa juntos al día siguiente.
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La piedra negra de la Catedral de Zacatecas
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Pero la noche se hizo larga y más oscura. Misael y Gerardo no pararon de mirarse fijamente, envenenados por la avaricia, visualizando una riqueza tan grande que no querrían compartirla el uno con el otro.
La noticia de que los dos muchachos habían dado, por fin, con un tesoro había llegado de algún modo al pueblo. Los vecinos se dispusieron a recibirlos con una fiesta, pero los días pasaron y no había señales de ellos.
Preocupados, los vecinos se dispusieron a ir en busca del par. Los hallaron a la entrada de la misteriosa caverna, muertos, con señales de haber sido agredidos con arma blanca.
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Todos se preguntaron, en medio del estupor, que quería decir aquella escena: ¿habían consumado los amigos un pacto suicida? ¿Se habían matado el uno al otro cegados por la codicia? ¿Habían sido atacados por bandidos? Pero, de ser así... ¿por qué habrían de abandonar el botín los malhechores? No había explicación sencilla al misterio, por lo que los pobladores cargaron en caballos a los cuerpos de Misael y Gildardo y a la extraña piedra y regresaron al pueblo.
La piedra comenzó a tornarse negra con el paso del tiempo, como si poseyera a cualquiera que se fijase en ella, tomara su alma y la volviera maligna.
Días después del entierro, un hombre, conocido comerciante del lugar que había quedado en custodia de la piedra, asesinó a su mujer y luego se dio muerte.
Alborotados, los vecinos se preguntaron qué había podido desencadenar esa tragedia, ya que tanto la conducta del esposo como la de la mujer eran intachables.
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Uno de los vecinos hizo, no obstante, una acertada observación: en ambas escenas de violencia el elemento común era la extraña piedra negra. Los vecinos decidieron deshacerse de ella.
Un grupo se ofreció a devolverla a la cueva a donde pertenecía. Pasados unos días, como no regresaban, los pobladores marcharon en su busca, temiendo hallar lo peor. Fue así: los encontraron muertos, en condiciones parecidas a los dos casos anteriores.
Se hacía urgente deshacerse de la piedra maldita, pero nadie se atrevía a cargar con ella.
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La noticia corrió como pólvora entre los residentes del pueblo, hasta que el obispo de Zacatecas se enteró del mal augurio que traía consigo la piedra, antes dorada, ahora cada vez más negra, que ya se había cobrado varias vidas.
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El hombre de Dios se llevó consigo la piedra para evitar que la codicia humana terminara en más muerte. La colocó en la Catedral, debajo del campanario, en la parte trasera del templo. Ahí la piedra se oscureció más y más, hasta quedar completamente negra y, aún hoy, desde la calle del Ángel en el centro histórico de Zacatecas se puede observar la piedra, la única de color negro entre toda la cantera rosa del edificio.