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No todo era vida y dulzura en los viejos tiempos que, si al igual que los moradores del cielo bajaban a la tierra y se metían en nuestras casas como Pedro por la suya, también los espíritus infernales solían dejar sus caldeados antros y pasar veranos y, hasta inviernos, entre los pacíficos moradores de las riberas del Grijalva que, por desgracia, éstas no sólo han producido nardos y flores, como dijo el poeta, sino hasta ciertas alimañas ponzoñosas y dragones más o menos aterradores.
Hay un paraje del famoso río Grijalva conocido desde el siglo XVII, o acaso desde antes, como el Trono del Diablo.
Era fama que, en el sitio o recodo del río, en el Trono del Diablo, se aparecía el mismísimo demonio durante las noches oscuras, haciendo muecas, chisporroteando como un torito de fuego de esos que hacen la delicia de los chicos en nuestras fiestas populares, o echando lumbre por ojos y boca. Lo raro de todo aquello era que, cuando se armaban los vecinos de Villahermosa, he iban temblando aterrados a espiar a aquel demonio durante sus alardes pirotécnicos, no aparecía por ningún lado, se evaporaba, se deshacía, como si se lo tragará la tierra o el mismísimo infierno, que es lo más probable.
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Muchos dudaban de las apariciones del Diablo aquel, porque decían, y no les faltaba razón:
—¿Cómo es que cuando remonta el río alguna canoa o barca, y un patrón viejo o borracho está ahí, el ser infernal, levantando llamas altas como palmeras, aparece, y si la fuerza de seguridad pública se presenta, se ha ido, pero bien ido, de no vérsele ni el rastro?
A pesar de ello, había quienes juraban a cinco cruces, entrelazando a un tiempo los dedos de ambas manos, que era cierto que, su señoría, el Diablo, un Diablo negro como el pecado, con cuernos y pezuñas y de gigantesca talla, hacía sus correrías por el sitio que hoy lleva su nombre, en las aguas de Villahermosa.
Quienes con tal calor aseguraban la verdad del caso, eran nada menos que los propios remadores de barcas y canoas que habían tenido la mala ventura de pasar en noches tenebrosas por el sitio maldito.
No podían dudar de las apariciones diabólicas, en primer lugar, porque sus ojos, que a esas horas estaban más alertas, habían visto sin duda al hijo del averno, sus llamas y los demás atributos de su terrible persona, y, en segundo lugar, porque en presencia de aquel ser sobrenatural, siempre se apocaban los ánimos y las piernas se echaban a correr por playas y barrancos.
Las canoas cargadas de mercancías quedaban abandonadas y, cuando al siguiente día volvían los fugitivos, sólo hallaban carbonizados los tablones sobre alguna playa o flotando río abajo, así como los despojos deformes de remos y arpones.
Por supuesto que, de mercancías, ni el menor indicio, ni el más pequeño rastro, por lo que las víctimas no podían dudar de las apariciones del Demonio y corrían el rumor publicando lo acontecido.
No faltó, a pesar de todo, quien aseguraba que no era ningún ser infernal el autor de tales fechorías, sino los mismos remeros y patrones de canoas que se robaban las mercancías y quemaban luego las embarcaciones, yendo a contar, a los infelices armadores, la anécdota antes mencionada.
Sea lo que fuera, una cosa no deja duda, y es que, en las márgenes del histórico río, sino se ha aparecido el Diablo en persona, si lo ha hecho metiéndose en el cuerpo de los conductores de canoas que, tan lindamente, se apoderaban de lo ajeno; porque sólo el Demonio podía inducirles a cometer un pecado tan feo.
Y hay que decir también que la fuerza armada nunca se topó con el príncipe de las tinieblas cuando, en su búsqueda, iba por esas riberas de Lucifer.
Esta es la razón por la que el lugar fue conocido como El trono del Diablo, que, aunque haya dudas, es preferible no averiguar si es el sitio donde realmente habita el temible Satanás.
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