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Antes de que hubiera luz en el mundo, cuando aún el hombre vivía en las tinieblas, los antiguos dioses se reunieron en Teotihuacan para intentar solucionar ese problema.
– ¿Quién alumbrará al mundo?, preguntaron.
Un dios arrogante que se llamaba Tecuciztécatl, dijo seguro de sí mismo:
– Yo alumbraré al mundo.
Los dioses sabían que solo difícilmente podría conseguirlo, por lo que preguntaron:
– ¿Alguien más quiere ayudar?, se miraron unos a otros, y ninguno se atrevía a ofrecerse para aquella tarea.
– Sé tú el otro que alumbre el cielo, le dijeron a Nanahuatzin, un dios feo, humilde y callado dios que siempre era marginado.
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Y Nanahuatzin obedeció de buena voluntad. Ambos dioses se dieron a la tarea entonces de hacer penitencia para llegar puros al sacrificio. Después de cuatro días, los dioses volvieron a reunirse alrededor del fuego para presenciar el sacrificio de Tecuciztécatl y Nanahuatzin. Entonces dijeron:
– ¡Tecuciztécatl ve tú primero!, el dios hizo el intento, pero le dio miedo y no se atrevió.
Probó cuatro veces, pero no pudo arrojarse. Luego los dioses dijeron:
– ¡Pues Nanahuatzin es tu turno!, y el dios, cerrando los ojos, se arrojó al fuego.
Cuando Tecuciztécatl vio que Nanahuatzin se había arrojado al fuego, sintió vergüenza de su cobardía y también se lanzó. Después los dioses miraron al cielo y dijeron:
– Por ahí aparecerá Nanahuatzin convertido en Sol.
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Y así fue. Nadie podía mirarlo directamente porque resplandecía y derramaba rayos por doquier. Cuando miraron al otro lado dijeron:
– Por allí estará Tecuciztécatl hecho Luna.
Entonces, en el mismo orden en que se arrojaron al fuego, los dioses aparecieron en el cielo convertidos en el Sol y la Luna.