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Hace años, en un pueblo de Ensenada, vivía una muchacha que amaba a los gatos. Aparte de trabajar, se dedicaba a cuidarlos, alimentarlos y darles cariño; siempre estaba rodeada de ellos, cuando veía a uno abandonado en la calle se lo llevaba a su casa.
Sucedió que una noche se despertó al oír fuertes golpes en la ventana. Pensó que era algún vecino que necesitaba algo y al asomarse vio a un gato negro que la miraba con ojos brillantes. Ella le abrió para dejarlo entrar y el gato se le acercó ronroneando.
El gato negro era el más cariñoso de todos los que vivían con la muchacha, la seguía adónde iba y hasta dormía en su cama, sin embargo, la joven se dio cuenta que los otros gatos empezaron a alejarse, a irse de su casa; no entendía por qué.
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Una tarde la joven llegó de trabajar y, con gran pesar, se fijó que sólo dos gatos se acercaron a ella: la siamés y el negro. Levantó a la gata, la abrazó y se sorprendió mucho al ver que el gato negro se enojaba; a ella le dio miedo porque los ojos se le pusieron rojos, se le pararon los pelos del lomo y empezó a gruñir tan fuerte que parecían los gritos de una persona.
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