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En el centro de la ciudad de Xalapa, en el estado de Veracruz en el centro este de México, se encuentra la calle Primera de Antonio María de Rivera, es muy estrecha y sube desde la Avenida Enríquez hasta la Avenida Juárez; en la actualidad es un turístico callejón con restaurantes, cafeterías, artesanos y tiendas muy concurridas.
En tiempos de la colonia, en una de las viejas casonas de ese del lugar vivía una atractiva joven criolla de hermosura desconcertante casada con un caballero español rico y distinguido.
Él quería mucho a su esposa y cuando habían sido novios le obsequió una sortija con un diamante negro que según eso era mágico, ya que tenía el don de intensificar el amor del marido y de descubrir la infidelidad de la mujer.
La muchacha había jurado a su prometido, al recibir la joya, jamás separarse de ella.
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El esposo tuvo un socio al que quiso como a un hermano, invitándolo siempre a su casa, para que convivieran los tres como una familia.
Pero entre la dama y el atribulado amigo nació un sentimiento amoroso, que aumentaba con las diarias visitas, y aprovechando las ausencias del desafortunado cónyuge, consumaron la pasión.
Cierto día, ella aprovechó un viaje de su marido para ir a casa del amante y, por razones que se ignoran (quizá la superstición), ella se quitó el anillo y lo colocó en el buró, cerca de la cama.
Tal vez el apresuramiento y la zozobra, cuando salió de ahí, la alhaja fue olvidada en aquel mueble.
Cuando regresó el español, guiado por una fuerza extraña, lo primero que hizo fue visitar al amigo, a quien encontró en la alcoba durmiendo la siesta.
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Al entrar en la habitación lo primero que vio fue el diamante negro de su esposa en el anillo. Lo tomó, salió rápidamente de ahí y se dirigió abatido a su hogar. La esposa salió a recibirlo como si nada hubiera pasado; él, al besarle la mano, confirmó la ausencia del anillo y reafirmó sus sospechas.
Enloquecido, desenvainó su puñal y lo clavó en el pecho de la mujer… arrojó sobre el cadáver de la esposa el anillo de diamante negro y desapareció para siempre.
La gente que habitaba por ahí, en aquel entonces, exclamaba: ¡Vamos a ver «el cadáver del diamante»! Después solo decían : ¡Vamos al Callejón del Diamante!, que la tradición ha mantenido a lo largo de varios siglos hasta nuestros tiempos.
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