Si hablamos de amores, podría contar la primera vez que tuve un amor a primera vista. Acompañaba a mi padre a buscar un libro. En aquellas páginas de mi vida, yo no pasaba de sumergirme en el mundo de algunas novelas escritas por Suzanne Collins o de E. Lockhart. Recuerdo subir el callejón y escuchar a mi padre hablarme de algún libro que estaba buscando.
La experiencia de pisar por primera vez ese piso lleno de azulejos de la librería André-a, ver las paredes con los estantes cafés repletos de nuevos mundos, que algunos llaman libros; el cálido ambiente que siempre se sostuvo en este lugar y una clara voz de una mujer que al verla irradiaba letras, conocimiento y cualquier cosa que yo aspirara a ser. No recuerdo si compramos algo ese día, solo recuerdo que dejé una parte de mi corazón ahí.
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En las siguientes semanas que se convirtieron meses y después años, recuerdo entrar al café Acrópolis con algunos primos, siempre pedir y sentarnos en las mesas que tenían vista hacia la calle. Me fascinaba observar a la gente y saludarle, imaginar a dónde iba. Recurrentemente también pensaba en aquel lugar que visitaba con mi padre, justo en la esquina del callejón. Imaginaba si alguna de las historias que estaban viviendo la gente que pasaba frente a este café, se encontraría en esta librería.
Durante un lapso de mi vida, tuve dos experiencias al entrar a este enorme cuarto de azulejos negros y blancos. Había ocasiones donde prefería estar sentada en una mesa que tenían en medio de algunos estantes, mientras mi padre o amigos buscaban algún libro; en otras, yo era la que pasaba libro por libro, estante por estante, hasta llegar a preguntarle a esta mujer con una clara voz qué me podría recomendar.
Se convirtió en una especie de rutina visitar esta librería cada vez que el corazón dolía, los libros que me hacían viajar, me cobijaban y hacían que por un momento olvidara mi existencia, estaban ahí. Entrar después del atardecer, con un chocolate caliente en la mano y los ojos tan abiertos para ver qué libro me abrazaría esa tarde, se convirtió en esas simples cosas que alimentan la vida y el corazón.
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Pasaron los años y yo avancé junto a ellos, Collins o Lockhart ya no figuraban entre los libros que cargaba en mi mochila, ahora estaban Mario Benedetti o Carlos Ruiz Zafón. Lo que nunca cambió fue este amor a los libros y el encontrar un hogar en las librerías. Llegaron los años donde dejé de salir al centro tanto como lo hacía antes. Al regresar, después de un par de meses, aquella librería a la que añoraba entrar una vez más ya no se encontraba.
Si hablamos de amores, podría contar la primera vez que un amor me causó incertidumbre. Caminé rápidamente deseando encontrarme a esa mujer con voz clara para que me dijera dónde había dejado tantos libros. Quizá lo deseé con tanta fuerza que caminé hacia el lado correcto y encontré la nueva localización de la librería André-a. Los meses consiguientes cada que visitaba el centro, visitaba este lugar. Quizá los azulejos del piso habían cambiado, pero el cálido ambiente y el corazón calientito se quedaron allí.
Muchas veces no compraba nada, sólo pasaba por las mesas con los libros, preguntaba por el apartado de poesía, aunque siempre terminaba en los estantes de novelas; preguntaba por un par de libros que quería leer, aunque no los tuvieran en ese momento, me pedían regresar porque llegarían. Y así pasaron los meses. Lo hacía cada vez, entraba a leer nuevamente el fragmento de "el mar no tiene dioses" de José Emilio Pacheco, que tenían detrás de la caja, con todas las mayúsculas rojas. Ahora confirmo que muchas de las imágenes mentales que tengo se las debo a la librería André-a.
Un día, no hace tanto, escribiendo nuevas páginas de mi vida, subí ese callejón con la intención de hacer lo que llevaba haciendo años atrás. La librería estaba cerrada. Pasaron los días y regresé con la intención de encontrarla abierta. La librería ya no tenía libros. Pasaron los días, regresé con la intención de verlos nuevamente. La librería ya no tenía estantes.
Si hablamos de amores, podría contar la primera vez que me rompieron el corazón. Entonces, ¿a dónde voy cuando me duele el corazón y mi hogar ya no existe? No lo sé, quizá a soñar con los estantes de la librería André-a, visitarla cada semana hasta encontrar sus estantes llenos de libros, aquel escrito de Pacheco y aquella voz cálida que siempre tenía las mejores recomendaciones.