/ martes 10 de septiembre de 2024

Un siglo de reformas

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 es uno de los documentos más importantes en la historia de nuestro país, pues establece las bases jurídicas, sociales y políticas que han regido a México durante más de un siglo. Nacida en un contexto de cambio radical, es un instrumento pionero a nivel mundial al consagrar derechos sociales que sirvieron de referencia para otras constituciones en el mundo. La Carta Magna de 1917 sigue siendo el eje rector del Estado mexicano, pero ante el debate público que al día de hoy experimentamos, surge el cuestionamiento ineludible de si realmente nos rige lo que en su momento fue decidido por los constituyentes, o ha evolucionado de tal manera que podría considerarse prácticamente una nueva constitución.

Desde su promulgación, la Constitución ha sido objeto de más de 700 reformas, lo que inevitablemente plantea la duda de si su esencia original ha sido diluida o transformada. La intención del constituyente de 1917 fue consolidar un México moderno, incluyente y justo, pero las circunstancias cambian con el tiempo, y las reformas han sido necesarias para adaptar el marco jurídico a las nuevas realidades económicas, políticas y sociales. Sin embargo, la cantidad y el alcance de estas modificaciones invitan a reflexionar si seguimos hablando de la misma Constitución o si hemos creado un cuerpo legal nuevo, moldeado por cada gobierno y cada momento histórico.

El principio de supremacía constitucional dicta que la Constitución es la norma máxima que rige la vida de la nación, pero cuando los cambios son tan profundos, cabe preguntarse si se han preservado los principios fundamentales o si estos han cedido ante intereses coyunturales. Las reformas en áreas clave como los derechos humanos, la estructura del Estado y las políticas económicas, entre otras, son ejemplos de cómo la Ley Fundamental se ha adaptado, pero también reflejan un constante reacomodo de las prioridades nacionales. No se trata únicamente de la actualización de derechos, sino de cambios estructurales que redefinen el pacto social que alguna vez quedó plasmado en la ciudad de Querétaro.

En este contexto, el mes de septiembre adquiere una relevancia simbólica particular. Ahora que celebramos nuestra independencia, se renueva el sentido de pertenencia y compromiso con nuestra nación. En medio de estos festejos patrios, vale la pena reconsiderar qué tan fieles somos a los principios que en su momento inspiraron la creación de una nación independiente y si la actual Constitución refleja estos ideales o los ha modificado para responder a los retos contemporáneos.

Al igual que la independencia que celebramos este mes, la Constitución debe ser un símbolo de identidad y cohesión nacional, un acuerdo que trascienda el tiempo y los intereses inmediatos. La fortaleza de un país no reside en la permanencia de sus leyes, sino en la capacidad de sus ciudadanos para seguir renovando el espíritu de justicia y libertad que las originó.

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 es uno de los documentos más importantes en la historia de nuestro país, pues establece las bases jurídicas, sociales y políticas que han regido a México durante más de un siglo. Nacida en un contexto de cambio radical, es un instrumento pionero a nivel mundial al consagrar derechos sociales que sirvieron de referencia para otras constituciones en el mundo. La Carta Magna de 1917 sigue siendo el eje rector del Estado mexicano, pero ante el debate público que al día de hoy experimentamos, surge el cuestionamiento ineludible de si realmente nos rige lo que en su momento fue decidido por los constituyentes, o ha evolucionado de tal manera que podría considerarse prácticamente una nueva constitución.

Desde su promulgación, la Constitución ha sido objeto de más de 700 reformas, lo que inevitablemente plantea la duda de si su esencia original ha sido diluida o transformada. La intención del constituyente de 1917 fue consolidar un México moderno, incluyente y justo, pero las circunstancias cambian con el tiempo, y las reformas han sido necesarias para adaptar el marco jurídico a las nuevas realidades económicas, políticas y sociales. Sin embargo, la cantidad y el alcance de estas modificaciones invitan a reflexionar si seguimos hablando de la misma Constitución o si hemos creado un cuerpo legal nuevo, moldeado por cada gobierno y cada momento histórico.

El principio de supremacía constitucional dicta que la Constitución es la norma máxima que rige la vida de la nación, pero cuando los cambios son tan profundos, cabe preguntarse si se han preservado los principios fundamentales o si estos han cedido ante intereses coyunturales. Las reformas en áreas clave como los derechos humanos, la estructura del Estado y las políticas económicas, entre otras, son ejemplos de cómo la Ley Fundamental se ha adaptado, pero también reflejan un constante reacomodo de las prioridades nacionales. No se trata únicamente de la actualización de derechos, sino de cambios estructurales que redefinen el pacto social que alguna vez quedó plasmado en la ciudad de Querétaro.

En este contexto, el mes de septiembre adquiere una relevancia simbólica particular. Ahora que celebramos nuestra independencia, se renueva el sentido de pertenencia y compromiso con nuestra nación. En medio de estos festejos patrios, vale la pena reconsiderar qué tan fieles somos a los principios que en su momento inspiraron la creación de una nación independiente y si la actual Constitución refleja estos ideales o los ha modificado para responder a los retos contemporáneos.

Al igual que la independencia que celebramos este mes, la Constitución debe ser un símbolo de identidad y cohesión nacional, un acuerdo que trascienda el tiempo y los intereses inmediatos. La fortaleza de un país no reside en la permanencia de sus leyes, sino en la capacidad de sus ciudadanos para seguir renovando el espíritu de justicia y libertad que las originó.