/ lunes 19 de agosto de 2024

Estupefacto

Estupefacto. Significa quedarse momentáneamente atónito, perplejo, desconcertado, pasmado, absorto o patidifuso ante algún hecho, acto o circunstancia que se observa. También se suele decir, de manera más popular, de moda ahora, que se queda uno con la boca abierta. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua lo define simplemente como un adjetivo de atónito o asombrado “La noticia del accidente nos dejó estupefactos”, ejemplifica la renombrada institución que, paréntesis intermedio, ha tratado de manera inútil de ser el referente para decidir qué palabras nuevas merecen incorporarse a la lengua española o castellano y cuáles no, en fin, ese es otro cantar diferente al que nos importa en estos momentos.

Estupefacción. Es la palabra que describe exactamente la sensación que experimentamos seguramente la mayoría de los mexicanos cuando escuchamos las siguientes palabras a propósito de algunos cuestionamientos que le hicieron a una desfigurada y caricaturezca funcionaria federal, a propósito de sus gastos pretendidamente exagerados y sus gustos de burguesa sin clase en un gobierno cuyo principio es la austeridad repubicana, aquí las palabras que estimularon ese estado de ingravidez existencial que estamos comentando: “…No tengo marido, ni marida, ni concubino, ni nadie que me exija porqué gasto, es mi gusto… Lo que gano me lo trago, me lo unto y lo visto como me da mi chingada gana”, etcétera.

Más allá de lo chusco, lo grotesco y lo inapropiado de la respuesta ante un cuestionamiento legítimo de un periodista, habremos de considerar que se le estaban pidiendo cuentas y aclaraciones o explicaciones precisamente por el desempeño de una comisión oficial que fue a realizar fuera del país, donde se supone, pero sólo eso, se supone, que los servidores públicos son eso, servidores que deben estar a los intereses de la ciudadanía o población, pues a ella se deben, y en último término es la que paga o sufraga su salario y sus erogaciones, pues vale la pregunta: ¿de dónde viene el dinero que se gastó, debida o indebidamente, en aquél lugar? Pues claro que de las contribuciones o impuestos que pagamos los mexicanos, y luego, en ese sentido se tiene el inalienable derecho de exigir cuentas y aclaraciones a esos detalles pretendidamente irrelevantes.

Ya si se aclara, digamos, que ciertos lujillos que se dan los servidores públicos, en los tiempos que están de comisión oficial, provienen de su bolsillo, como se dijo fue lo que sucedió en este caso en particular, pues hay que aclararlo y ya, pues una respuesta como la que escuchamos no deja atónito a nadie simplemente por considerarse una majadería exudada públicamente, sino que, además, da precisa radiografía de un espécimen burocrático cuya característica personalísima es el cretinismo crónico, su relación con el poder se funda en la impunidad descarada, su principal competencia en el cargo que ahora ostenta fue la imbecilidad sin límites y el sello particularísimo en su existencia oficinesca es la de haber despachado sus encomiendas públicas desde una de las alcantarillas más fétidas de que se tenga memoria. En fin, porque le dio su gana, pues.

Estupefacto. Significa quedarse momentáneamente atónito, perplejo, desconcertado, pasmado, absorto o patidifuso ante algún hecho, acto o circunstancia que se observa. También se suele decir, de manera más popular, de moda ahora, que se queda uno con la boca abierta. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua lo define simplemente como un adjetivo de atónito o asombrado “La noticia del accidente nos dejó estupefactos”, ejemplifica la renombrada institución que, paréntesis intermedio, ha tratado de manera inútil de ser el referente para decidir qué palabras nuevas merecen incorporarse a la lengua española o castellano y cuáles no, en fin, ese es otro cantar diferente al que nos importa en estos momentos.

Estupefacción. Es la palabra que describe exactamente la sensación que experimentamos seguramente la mayoría de los mexicanos cuando escuchamos las siguientes palabras a propósito de algunos cuestionamientos que le hicieron a una desfigurada y caricaturezca funcionaria federal, a propósito de sus gastos pretendidamente exagerados y sus gustos de burguesa sin clase en un gobierno cuyo principio es la austeridad repubicana, aquí las palabras que estimularon ese estado de ingravidez existencial que estamos comentando: “…No tengo marido, ni marida, ni concubino, ni nadie que me exija porqué gasto, es mi gusto… Lo que gano me lo trago, me lo unto y lo visto como me da mi chingada gana”, etcétera.

Más allá de lo chusco, lo grotesco y lo inapropiado de la respuesta ante un cuestionamiento legítimo de un periodista, habremos de considerar que se le estaban pidiendo cuentas y aclaraciones o explicaciones precisamente por el desempeño de una comisión oficial que fue a realizar fuera del país, donde se supone, pero sólo eso, se supone, que los servidores públicos son eso, servidores que deben estar a los intereses de la ciudadanía o población, pues a ella se deben, y en último término es la que paga o sufraga su salario y sus erogaciones, pues vale la pregunta: ¿de dónde viene el dinero que se gastó, debida o indebidamente, en aquél lugar? Pues claro que de las contribuciones o impuestos que pagamos los mexicanos, y luego, en ese sentido se tiene el inalienable derecho de exigir cuentas y aclaraciones a esos detalles pretendidamente irrelevantes.

Ya si se aclara, digamos, que ciertos lujillos que se dan los servidores públicos, en los tiempos que están de comisión oficial, provienen de su bolsillo, como se dijo fue lo que sucedió en este caso en particular, pues hay que aclararlo y ya, pues una respuesta como la que escuchamos no deja atónito a nadie simplemente por considerarse una majadería exudada públicamente, sino que, además, da precisa radiografía de un espécimen burocrático cuya característica personalísima es el cretinismo crónico, su relación con el poder se funda en la impunidad descarada, su principal competencia en el cargo que ahora ostenta fue la imbecilidad sin límites y el sello particularísimo en su existencia oficinesca es la de haber despachado sus encomiendas públicas desde una de las alcantarillas más fétidas de que se tenga memoria. En fin, porque le dio su gana, pues.